martes, 9 de marzo de 2010

La gran esperanza negra

Durante una recepción en la Casa Blanca, una dama de la alta sociedad washingtoniana comprobó, es de suponer que con desagrado, que se había sentado a su lado un viejo negro de pelo largo y arete en la oreja, vestido con unos pantalones de cuero, una chaqueta con un dragón multicolor bordado en la espalda y unas ostentosas gafas de chuloputas (pimp, en inglés). La distinguida dama se dirigió al anciano extravagante y le preguntó: “¿usted qué ha hecho de importancia para ser invitado?”. El anciano, que se llamaba Miles y se apellidaba Davis, la miró con la aristocrática arrogancia con que se manejaba por el mundo, y le respondió: “He cambiado la historia de la música cuatro o cinco veces. Y usted, ¿qué ha hecho de importancia para ser invitada, aparte de ser blanca?”.
Cuatro años después, en 1991 concretamente, Miles Davis moría dejando inacabada la grabación de Doo bop, un disco con el que había pretendido cambiar la historia de la música una vez más, acercando el jazz al hip hop, esa música que oía subir desde la calle cuando abría la ventana del dormitorio. Con su muerte desapareció el último gigante del jazz, el único que aún mantenía esa música conectada con su época: el último en mantener la ventana abierta para escuchar lo que sonaba en la calle. Murió el rey. Heredó su corona Wynton Marsalis, músico competente sin duda; pero Marsalis no es de los que exploran nuevos territorios. Es, más bien, un guardián de las esencias tradicionales. Como rey no se parecería a Alejandro, el macedonio que lideró sus tropas hasta los confines del mundo, sino a Augusto, el romano que encerró el Imperio dentro de sus fronteras.
Yo fui un gran fan de Miles Davis, compraba puntualmente sus discos en cuanto salían al mercado e iba a verle tocar siempre que tenía oportunidad. Su muerte me dejó un cierto sentimiento de orfandad. Y hasta hace poco pensaba que, con su desaparición, el jazz había pasado a ser, como la Roma de Augusto, un viejo imperio de la antigüedad encerrado dentro de sus propios confines: un motivo de nostalgia, una colección de discos antiguos y de conciertos donde se interpretarían a los clásicos. Asumí que ya nada excitante o sorprendente podía esperar del jazz, sino tan sólo el placer tranquilo que proporcionan las viejas rutinas. Porque el jazz había ingresado por fin en el asilo de ancianos del museo y el conservatorio, como antes le había pasado a la música clásica, como está a punto de pasarle al rock.
Hasta que escuché por primera vez a Christian Scott.
Lo primero que pensé fue: “Este chico toca como Miles Davis”. Su trompeta sonaba con parecido vibrato melancólico. Sus fraseos también le recuerdan; pero Scott no es un aplicado clon de Davis. “Escucho su música”, ha dicho, “es cautivadora, pero no deja de ser vieja. No me vale”. No, su música no es un revival Davis para nostálgicos: es, más bien, como si Scott hubiera recogido el testigo dejado por Davis y hubiera continuado la carrera (hacia adelante, siempre hacia adelante) desde ese punto. Y, lo que es más importante: a su bola.
Su trompeta tiene también un sonido muy reconociblemente personal, caracterizado por ese tono susurrante, casi como de voz humana, conseguido mediante una especial manipulación de la respiración, que le remite a los trompetistas escandinavos de NuJazz Arve Henriksen y Nils Petter “Masqualero” Molvær. De hecho, su música también contiene aromas de NuJazz, de rock indie (esas cadencias arrastradas y esa tensión dramática tan propias de grupos como Coldplay o Radiohead), y hasta algún vislumbre hiphopero. Todo ello conforma un estilo muy personal, en el que la trompeta usa como base la guitarra eléctrica de Matt Stevens,  tan imprescindible para el sonido de Christian Scott como el saxofón de Clarence Clemons lo es para el de Bruce Springsteen. “alguien debería llamarlo jack: jazz más rock” dijo Scott, hablando de su estilo. Bueno, pues llamémoslo jack.
Su primer disco, Rewind That (2006) incluía un tema de Miles Davis, “So What”, pero a la vez que dejaba clara la influencia del maestro también marcaba las distancias. Fue saludado como “el debut más excitante dentro del género desde hace muchos años” (Billboard dixit). Para la portada del segundo, Anthem (2007) posó vestido con la elegancia cool de Davis y la trompeta de Dizzy Gillespie en la mano (En realidad es la suya propia: la hace torcer de forma parecida), en un decorado urbano de grafitti y cinta amarilla de la policía, un decorado que remite más a la iconografía del rock o el rap que a la del jazz: toda una declaración de intenciones. En el interior, la continuación lógica de lo establecido en Rewind That, con alguna referencia al huracán Katrina.
El siguiente es un directo, Live At Newport (2008), la grabación de un concierto efectuado con motivo del cincuentenario de un concierto que Miles Davis dio en el mismo sitio. Scott subió al escenario con un pañuelo al cuello y unas gafas RayBan, un claro homenaje al Miles Davis más hip. Su último disco hasta la fecha es Yesterday You Said Tomorrow (2010). Ése es el  primer disco que escuché de él, preguntándome quién sería ese niñato de apenas 26 años y por qué hablaban tanto de él. Al día siguiente, después de haberlo puesto varias veces en el reproductor, recorrí tres tiendas de discos de Barcelona, reuniendo toda su discografía anterior, mientras pensaba: “vaya con el niñato”. No recuerdo haber tenido una epifanía musical similar desde que, hace ya muchísimos años, escuché por primera vez un disco de… sí, de Miles Davis.
Durante las dos últimas semanas no he escuchado otra música que la de sus cuatro discos. Los he escuchado escribiendo, los he escuchado bebiendo (ron añejo, gracias), los he escuchado tumbado en el sofá, los he escuchado cocinando y los he escuchado planchando la ropa. Los he escuchado haciendo varias de esas actividades a la vez, o sin hacer ninguna. Y de momento no tengo ganas de dejar de escucharlos.
¿De dónde ha salido el niñato? Pues de Nueva Orleans. Como Louis Armstrong. Como Wynton Marsalis. Como tantos otros trompetistas, detrás de Bourbon Street debe haber una maquiladora donde los fabrican. Sólo que con Scott (como con Armstrong) rompieron el molde. Podría glosar su biografía, pero para eso ya está Wikipedia. Puedo adelantar que, como su modelo Miles Davis, parece tener por divisa que “para mí, en la música y en la vida, todo es estilo”. Es tan devoto de la ropa de Comme Des Garçons como Davis lo era de la de Adolfo Domínguez, y ha sido varias veces portada de Vogue Homme.
Puedo adelantar que es aún más arrogante y deslenguado que Davis: éste fue a una recepción oficial en la Casa Blanca organizada por Ronald Reagan, pero aquél, a la pregunta de si iría a una de las recepciones musicales que Michelle Obama organiza en el mismo edificio, respondió que “ni de broma. Es un edificio construido por esclavos negros. Ha alojado a asesinos y violadores. Sólo iría si me dejaran decir lo que realmente pienso”.
Puedo adelantar que nació en 1983: es, pues, además de insultantemente arrogante, insultantemente joven. E insultantemente genial. No genial en el devaluado sentido que se le da hoy en día al término, genial en el sentido que se le da cuando se aplica a gente como Mozart o Rimbaud.
Puedo adelantar que fue un niño prodigio, él y su hermano gemelo Kiel empezaron a dibujar con una precisión y un detalle inusuales a la edad de tres años; que el sistema educativo de Luisiana les proveyó con los tutores especiales que se suelen destinar a los niños superdotados, que entraron en la Escuela de Artes de Nueva Orleans y excelieron en casi todas las materias, incluyendo los deportes: Christian y su hermano Kiel podían haber sido tenistas profesionales, o jugadores de baloncesto, o boxeadores, o pintores, o directores de cine. Pero a los doce años a Christian le regalaron una trompeta, y desde entonces no la ha soltado. Se inició en el grupo de jazz de su tío (y padrino artístico) el saxofonista Donald Harrison Jr., y no ha tardado en ser saludado como la gran esperanza negra del jazz, el Alejandro que lo capitaneará hacia su siguiente fase evolutiva, el que lo mantendrá como música del siglo XXI y no como una polvorienta reliquia de museo. El auténtico sucesor y legítimo heredero a la corona de Miles Davis. El rey ha muerto. Viva el rey.

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