miércoles, 12 de julio de 2017

Patadas a un perro muerto

El proceso soberanista catalán está condenado al fracaso, porque no se dan las condiciones objetivas necesarias para su éxito. Que son, básicamente, tres, y detallaré más adelante.  Por falta de ellas, el procés es un perro muerto al que tertulianos, columnistas  y políticos del soberanismo catalán insisten en fingir que oyen ladrar, lo cual parece un poco idiota pero es comprensible, y al que tertulianos, columnistas y políticos de la derecha española insisten en seguir pegando patadas, lo cual parece un poco idiota, punto (aunque quizá sea más una cuestión de mala fe que de idiotez).

Las tres condiciones necesarias para que cualquier proceso secesionista o revolucionario no ya triunfe, sino al menos tenga algún recorrido, son, de mayor a menor importancia: una mayoría social suficiente; un estado de desesperación crítico que movilice a una parte significativa de la sociedad  (“ambiente prerrevolucionario”, en terminología marxista) y el apoyo, o al menos el  reconocimiento, de algún organismo o potencia internacional. Ninguna de las tres se da en el procés y en Cataluña. 
Para probar la inexistencia de la última condición basta ir a la hemeroteca.  A pesar de los sucesivos esfuerzos  diplomáticos del ex Honorable Artur Mas, el actualmente Honorable Carles Puigdemont i el conseller florero  Raül Romeva, en la escena internacional el procés no ha cosechado más que portazos en las narices, algunos penosamente humillantes, como las dos horas de plantón en la sala de espera  del Centro Carter para la mediación en conflictos internacionales que se chuparon Pugdemont y Romeva para que al final Jimmy Carter, el mandamás de la cosa, les despachara en veinte minutos, les diera portazo (otro) y ni siquiera aceptarse hacerse la foto de cortesía.
En cuanto a la segunda condición,  a primera vista puede parecer que sí, porque se hacen muchas manis y se cuelgan muchas banderas en los balcones, pero es que la cosa no pasa de ahí. Hay que tener en cuenta que Cataluña es un país… esencialmente pequeñoburgués. Y la pequeña burguesía, ya lo dijo Marx, no es una clase revolucionaria, porque tiene demasiado a perder en caso de conflicto, de cualquier conflicto. Según el autor de El capital,  la única clase verdaderamente revolucionaria era el proletariado, porque como nada tenían nada tenían tampoco que perder. Eso fue verdad hasta que la socialdemocracia desactivó  su potencial revolucionario a golpe de mejora laboral y estado del bienestar. La perspectiva de una revolución se diluyó en Europa cuando los trabajadores empezaron a tener casa en propiedad, coche en el garaje, seguridad social, pensiones, subsidios y la tranquilidad económica que conllevan: mucho que perder, en suma (mucho de ello se ha perdido últimamente, por cierto; pero eso es otra historia). La revolución  francesa no la hicieron estallar los jacobinos, ni la rusa los bolcheviques, sino, respectivamente, una masa crítica de sans culottes desesperados, hambrientos y sin nada que perder y una masa crítica de mujiks que estaban, más o menos, en las mismas. Jacobinos y bolcheviques fueron sendas élites políticas que se montaron en la ola de la revuelta de la masa para cabalgarla, pero no la crearon. Siempre pasa así.
En Cataluña esa élite política existe, pero a la masa le falta mucha levadura. La ola es apenas una leve ondulación en la superficie, con ocasionales crestas de espuma.  “Necesitamos una movilización masiva, pero pensar que lograremos un grado de movilización mayoritaria y permanente es no conocer el país", dijo no hace mucho Jordi Baiget, conseller de empresa de la Generalitat, recientemente defenestrado por manifestar sus dudas respecto a la viabilidad de la consulta. Baiget tiene  razón: no hay más que fijarse en los que acuden a las manifestaciones a hacer ondear estelades,  todos lustrosos ejemplares de la clase media con poca cara de pasar hambre y mucha cara  de querer acabar pronto para irse a hacer una costellada en el patio de la residencia o la segunda residencia, y ver el partido del Barça en la tele de plasma. Y con ese tipo de gente, lo siento, no se puede hacer la revolución, ni siquiera una pequeñita, porque no están lo suficientemente desesperados, ni siquiera un poco. Y es que, paradójicamente, Cataluña es el territorio español que menos ha sufrido las consecuencias de la crisis económica.  Aunque las haya sufrido, por supuesto, y donde más en los cinturones obreros de Barcelona y Tarragona, paradójicamente (o quizá no tanto) donde menos apoyo cosecha el soberanismo.  El descontento o la desesperación del proletariado urbano catalán que allí se concentra se ha canalizado más bien—como en el resto de España y como, en el fondo, es lógico—hacia Podemos y los movimientos ciudadanos en su órbita.
En cuanto a la primera condición, el respaldo social suficiente, no sólo es la más importante de las tres, sino que también es la única absolutamente imprescindible. De existir, no sólo daría por sí sola el éxito del procés como probable, sino, casi, inevitable. Pero tampoco existe: el voto soberanista, con ser numeroso, no llega al 50%, y lo supera, aunque sea por poco, el voto contrario a la independencia.  Alguno dirá que eso es precisamente lo que se pretende medir con el referéndum que ha convocado el gobierno de la Generalitat para el próximo 1 de octubre. De acuerdo, pero es que en los últimos dos años ya se han convocado dos consultas similares, siempre con resultados escasamente halagüeños para la causa soberanista. Quizá a la tercera vaya la vencida, pero no es eso lo que se deduce de los datos. Que son abundantes:  
La primera consulta por la independencia se celebró el  9 de noviembre de 2014.  Tuvo una participación muy baja, de alrededor del 37%. Eso sí, de los que votaron, algo más de un 80% lo hicieron a favor de la independencia. Pero extrapolando cifras resultan ser, escasamente, el 25% de los catalanes con derecho a voto, un número a todas luces insuficiente. La extrapolación es necesaria, no ya por pura higiene democrática, sino también porque en las respectivas consultas por la independencia de Quebec y Escocia (ambos, por cierto, contaron con una participación muy alta, de en torno al 80%) los organismos internacionales exigieron una mayoría superior al 51% del  censo para aprobar el resultado. Y nada permite suponer que cambiarían las reglas respecto a Cataluña.
En las elecciones al Parlament de noviembre del 2015, las que los partidos soberanistas plantearon como plebiscitarias y el resto de formaciones políticas, tácitamente, aceptaron que así fuera, la participación fue, en cambio, bastante alta; algo más del 77%.  Los partidarios de la independencia, la coalición Junts Pel Sí (que engloba a la hoy gatopardísticamente renominada Convergència, Esquerra Republicana y diversas entidades que hasta entonces pasaban por ser cívico-culturales, o al menos con esa coartada chupaban subvención) y la CUP  cosecharon, en conjunto, algo menos del 48% de los votos. Los no partidarios, algo más del 50%. Ergo si aquello hubiera sido de verdad un plebiscito el resultado hubiera sido netamente contrario al sí; por muy escaso margen, es cierto. Pero  casi ganar es lo mismo que perder.
En aquel momento la estrategia más sensata habría sido que Junts Pel Sí hubiera reconocido no tener fuerza suficiente  para cumplir su agenda, y se hubiera replegado a esperar (o propiciar) mejores oportunidades. Sun Tzu aconseja, en El arte de la guerra,  retirarse inmediatamente de aquellos campos de batalla en los que uno no cuenta con fuerzas suficientes como para prever una victoria. Pero  los convergentes, los republicanos y los cupaires no parecen haber leído al sabio general chino (mal hecho; disponen de una excelente traducción al catalán, publicada por José de Olañeta. Se la recomiendo), y optaron por esa actitud tan cazurramente españolaza de sostenella y no enmendalla.   Se lo permitió el hecho de que, a pesar de la derrota en votos, el desequilibrio territorial en el reparto de escaños hizo que ganaran una estrecha  mayoría parlamentaria (72 escaños de un total de 135). Eso les da margen de maniobra para … volver a plantear un referéndum por la independencia, a pesar de los precedentes, y a pesar de que en los subsiguientes sondeos de opinión, incluso en los cocinados por el mismo gobierno de la Generalitat, la intención de voto a favor del sí se reduce mientras que la opción por el no aumenta. El ensanchamiento de la brecha es lento, pero progresivo; de un sondeo a otro se aprecia una tendencia. Y en estadística las tendencias hay que tenerlas mucho más en cuenta que los resultados puntuales.
De todas formas los resultados del próximo referéndum, si es que se llega a efectuar,  carecen no ya de importancia; sino también de credibilidad. Convocado con una cobertura legal cuando menos discutible (y con frecuencia atascada en la lógica de un diálogo de los hermanos Marx)  sin un censo electoral fiable, sin una supervisión idem (no va a haber observadores imparciales, ni siquiera observadores de ambos bandos; sólo de uno), no ofrece ninguna garantía. ¿Sería buena idea efectuar una consulta legal que sí las ofreciera? Sí, sería. Hubiera sido una idea aún mejor haberla efectuado ya: habría servido para clarear el ambiente, darle carpetazo al tema de una santa vez y, probablemente, dejar demostrado que el perro está muerto. Los referéndums por la independencia suelen ser eficaces tumbas para los procesos independentistas; desde luego los que se pierden, como los del Quebec y Escocia, pero incluso los que se ganan, como está pasando con el Brexit.

Pero el gobierno del PP sigue tozudamente enrocado (sostenella y no enmendalla) en no permitir la consulta, ningún tipo de consulta, sin ofrecer ninguna alternativa a cambio. Lo cual les viene muy bien a los soberanistas catalanes, que de esta forma pueden seguir fingiendo que el perro no está muerto porque nadie ha extendido su certificado de defunción. Y las patadas  que recibe el cadáver desde el bando españolista (el PP es un partido tan ranciamente nacionalista como la ex Convergència-actual PetDeGat; cambian el himno, la bandera y poco más) hacen que parezca que se mueva. Pero es que a ambos les conviene fingir que el perro no está muerto, que estaba tomando cañas. De esta forma ambos pueden enfundarse la brillante armadura del patriotismo, ese eficaz refugio de canallas contra el que prevenía Samuel Johnson, y así distraer la atención de las enormes responsabilidades que ambos han tenido y siguen teniendo en el apabullante clima de corrupción que nos envuelve, en la conculcación de los derechos laborales, en el saqueo sistemático de lo público y en el proceso de liquidación y derribo del estado del bienestar que estamos sufriendo. Pero las banderas son unos trapos muy eficaces para vendar ojos y tapar vergüenzas. Por eso en el Palacio de la Moncloa rezan porque los de la Generalitat no aflojen y eso les permita seguir presentándose como los salvaguardas de una unidad de España que, hoy por hoy, amenazada no está, y en el Palau de la Generalitat rezan para que los de Moncloa no aflojen, les apliquen el artículo 155 o cuando menos les impidan sacar las urnas de cartón a la calle, salvándolos así de hacer el ridículo y sacándolos del berengenal en el que se han enredado ellos solitos, y salvar la cara presentándose como mártires de la patria. 

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